El cuaderno de recetas de mi madre



Desde ayer disfruto con Claudia de este vergel. Bien es verdad que ha hecho fresco, el cielo encapotado, y a veces, lloviznando. La estufa todo el día encendida. Pero las horas sin lluvia las he ido aprovechando para hacer muchas cosas en la huerta.

Planté, con mi padre, los tomates que me regaló el hermano del carpintero de Úbeda. Además el Abuelo se entretuvo en labrar las patatas, que ya están todas crecidas. Sin embargo, las semillas ecológicas de tomates y pepinos que me suministró Paco de Baeza, aún no han salido. Dice mi padre que la tierra ha formado una pequeña costra en la superficie que la semilla no es capaz de romper.

Este año quiero poner pocas hortalizas ante el problema de no poder regarlas entre semana y, a veces, ni los fines de semana.

Puse una trama de cuerdas de plástico en las pérgolas de las madreselvas para que se encaramen cielo arriba y cubran de sombra para el verano. También compré gasolina para la desbrozadora. Hoy, de hecho, me he triturado la hierba de la parte más alta y el entorno de la huerta. Mientras Claudia recortó brotes desordenados de trepadoras, y mis hermanas Eugenia y Encarnita, ayudaron colocando bien los rosales, glicinias, pasionarias y jazmines. Una cuadrilla de gente que hemos conseguido que hoy la huerta parezca un jardín. A mí me gusta de cualquier forma. A mis hermanas les pone nerviosas el crecimiento salvaje y desordenado de la naturaleza. Sobre todo en esta época del año donde la exuberancia del verde lo inunda todo. Pintean los colores de las rosas y las lilas y un sinfín de de flores de frutales y arbustos. El monte bajo de alrededor sí es un auténtico jardín natural plagado del amarillo de las retamas, el rosáceo de los jaguarzos, el lila de los romeros y los blancos de los escaramujos.

Manolita, heredera de los saberes de la cocina de mi madre, nos ha deleitado con los dulces tradicionales de la Semana Santa: florecillas, empanadillas de dulce de leche, pestiños, leche frita y torrijas. Incluso la noche del viernes tomamos el chocolate con torrijas, tradicional de mi madre, acompañados de mi sobrino Javier y cuatro amigas sevillanas de visita estos días. Y esta mañana no resistí la tentación de desayunar con mis hermanas para dar buena cuenta a las torrijas que quedaron la noche anterior. Y de remate asoma Encarnita con una fuente repleta del muestrario de dulces para que los lleve a Úbeda para Cecilia, Pablo y Damián.

Esta orgía pantagruélica de dulces nos llevó a mis hermanas y a mí a recordar la fantástica cocina de nuestra madre, heredera además de sus padres. Sacó Manolita un cuaderno de recetas escrito por mi madre. En él escribe ella que las recopilaba cuando tenía ochenta años para evitar la pérdida de su conocimiento desperdigado en hojas sueltas y diversos papelillos repartidos por la casa. Creo sinceramente que dicho cuaderno merece ser publicado como libro. Es un compendio excelente de la gastronomía de la zona. Ayer, repasando sus recetas, parecía que estaba con nosotros, presente de manera dulce e imponente.

Es la raiz de nuestras vidas. Este valle lo es todo para nosotros. Mi madre no conocía otra cosa que estos espacios. Cuando yo vivía en Madrid soñaba con él, y ahora, no me canso de deambular por todos sus orificios y rincones. Y sé que este valle no es tan hermoso como antes. Desgraciadamente no se puede hoy pintar desde el Cerrillo de San Marcos, en estas fechas, con sus tierras verdes salpicadas de olivos, de primavera, como el cuadro que pinté en 1980, y que cuelga de las paredes del piso de mis hermanas en Jaén. Con la Unión Europea, el dinero de las subvenciones ha prevertido la agricultura, modificando nuestros campos, matándoles su color y su vida.

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