Cuatro encinas de Roma para mi madre




El sol lucía con un brillo especial, casi de primavera, modelando las flores de los almendros y los romeros, que este fin de semana despedían fragancias muy dulces, como las de mi madre.

A ella le prometí, cuando yacía postrada en la cama del hospital, y su vida se le iba con la misma rapidez que su corazón se doblegaba, que debía elegir un árbol que le plantara para recordarle siempre.

Repasamos juntos los árboles disponibles en mi vivero. Higueras, granados, sauces, mimbreras, olmos, fresnos, castaños de Salónica, pinos de La Garrotxa, encinas de Roma,... Me paró, interesada por estos últimos. Sí,-le dije-, son encinas de unos dos años procedentes de bellotas que recojí en Roma, cerca del Vaticano. Resuelta me dijo que le plantara una encina de Roma, pensando que siendo hijas de unos árboles que han respirado el mismo aire que el Santo Padre, ya contaban además con todas las bendiciones, tan importante para ella, una sierva entregada al cumplimiento de los preceptos religiosos.

Está bien, mamá, plantaré una encina de Roma para que te recuerden tus bisnietos y sus hijos, ya que yo la veré con poca altura- terminé, convencido del contrato ineludible que acababa de asumir-.

El día antes de morir me preguntó si ya la había plantado. Le dije que la tierra estaba muy embarrada por las lluvias.

Ayer, mi padre y yo plantamos cuatro encinas de Roma en honor y recuerdo de mi madre, cerca de la cabaña, en la Huerta de los Frailes, con mucho cariño, mimando que el hoyo fuese el preciso, con un poco de compost bien maduro y un poco de tierra superficial caliente para ayudarle a desarrollarse. Las regó mi padre mientras decía que seguramente nos estaba contemplando desde el cielo, y estaría muy contenta.

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