Un paseo por nuestro paraíso mediterráneo
Domingo. La mañana fue dura trasladando paja con la carretilla desde el montón apilado bajo plástico en el borde de la huerta hasta el pajar. Los fuertes vientos de la noche habían rasgado el plástico dejando a la intemperie una buena porción de las pacas de paja. La solución era trasladarlas al pajar. Así lo hice. Sólo a última hora de la mañana la dediqué a podar unos cuantos olivos. El cielo era como una gasa gris, la temperatura agradable, tanto que con una camisa y chaleco se estaba bien. Sólo una brisa suave quedaba de recuerdo de los vientos huracanados del día anterior.
Claudia y su amiga Yolanda durmieron hasta tarde. Tras el opíparo desayuno me ayudaron a dar de comer a las gallinas y bautizar a las nuevas inquilinas del gallinero, y a recoger ramas y troncos de la poda.
Al mediodía preparé unos macarrones con tomate, atún y huevo. El sol salió encima de nuestras cabezas empujándonos para tomar la decisión de dedicar la tarde a dar un paseo por el cauce del rio del Barranco Monasterio.
Con cámara de fotos y prismáticos nos pusimos en marcha. Primero atravesamos los olivos sin recoger aún de mi prima Amparo, con los suelos alfombrados de negro, y por los almendros en flor oliendo a miel.
Por el barranquillo de los nogales discurría un buen torrente de agua procedente de todos los manantiales de la Cañada del Estanque, despeñándose entre rocas más abajo, produciendo un ruido de pequeñas cataratas. Los ribazos del barranco estaban cubiertos de vincas rastreras de color lechuga, bajo viejos almendros y olivos abandonados por su inaccesibilidad, y los quejigos y abedules crecidos entre ellos, formando un bosquecillo cerrado y húmedo, donde trinaban en sinfonía multitud de pájaros. La curruca capirotada, confiada, cerca de nosotros, picoteaba en las ramas peladas del nogal.
Desde el otro lado del barranco veíamos el Cerrillo de San Marcos y la falda de nuestra huerta recubierta con el edredón de los olivares, relucientes como un pez donde la brisa movía las hojas. Tímidamente de entre ellos, en la pendiente, surgía la vista de la cabaña, los almendros en flor y algunos cipreses, que cabeceaban levemente en la brisa, diríase que afanados en pintar el cielo.
A nuestra izquierda asomaban los cortijos blancos, con los grandes álamos desnudos del invierno .
Después, los almendros del Tio Paco, hasta dar al gran barranco, por donde discurre ahora, después de cuarenta años, el rio del Barranco del Monasterio, con el fondo cubierto de pinares, los faldones bajos de olivares, y sobre el pequeño promontorio, cerca del rio, El Cortijillo.
El agua se la veía correr en tropel. Conforme bajábamos hacia el fondo, la magia del valle se nos iba posando suave y adherente como un polen. Cada minuto nos inundaba la tranquilidad , con el deseo irrefrenable de explorar aquel curso de agua. El cielo se ponía nuboso y fresco, levemente opalado y lechoso.
- Cuando llegue el verano vendré a bañarme a este riachuelo, con mi merienda y las pinturas-dijo entusiasmada Claudia, ante el espectáculo del agua corriendo por este lecho que siempre había visto seco .
- Estas montañas parecen más verdes con este agua- añadió Yolanda.
- Son más verdes sin duda tras tres meses de agua como nunca conocimos-apostillo yo.
El antiguo lecho se había convertido en carretera de tierra, y ahora el agua lo había recuperado como cauce.
- No sé como vamos a cruzar el agua- preguntó Claudia al ver la anchura del cauce y su profundidad.
- Pues haremos como siempre se hacía, buscar piedras gordas y colocarlas en el agua- dije yo con aire de sabiduría anciana.
Lo hicimos y cruzamos. Pero Bilbo se quedó atrás mirándonos.
- Bilbo, nos vamos. Venga.
Sin pensarselo dos veces dió un salto al rio y lo cruzó en un santiamén. Y creíamos que era alérgico al agua. Se sacudió y tan contento.
Como todo el antiguo camino ahora lo ocupaba el agua, la dificultad para avanzar era manifiesta, hundiéndonos en el barro hasta que Yolanda se quedó clavada en él, perdiendo las zapatillas. Terminó metiendo los pies en el agua para lavarse el barro y colocarse las zapatillas empapadas hasta la vuelta a la cabaña.
-Esta es la aventura más guay que me ha pasado en la huerta- aseguraba Yolanda encantada-.Los sitios con agua son más bonitos.
-El problema los generamos los seres humanos por nuestra avaricia-añadí-. La contaminación de la atmósfera, los riegos excesivos extrayendo el agua subterránea, y por tanto, vaciando las cisternas internas de la tierra que son las que originan los manantiales y estos rios. Ahora se pondrán todos como locos gastando agua y dentro de poco todo volverá a estar seco.
- Sí, es una pena, porque así parece un paraíso-sentenció Claudia.
El camino de vuelta monte arriba hasta los cortijos era una verbena de olor a romero en flor. Algunos pinos tenían un porte soberbio y hoy nos parecieron más majestuosos. El cielo se nubló. Tal vez volvía a llover. Era lo que ocurría siempre desde hace tres meses.
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